La ciudad perdida


Una ciudad puede ser la ciudad del amor y llamarse París.
Una ciudad puede ser declaradamente nocturna y ser  la ciudad que nunca duerme y llamarse Nueva York.

Una ciudad puede no querer encasillarse y ser la ciudad de las mil caras y llamarse Londres.
Una ciudad puede ser declaradamente sostenible y ser la capital verde europea y llamarse Vitoria.

Lo que no puede una ciudad es jugar a ser lo que no es o pasarse medio siglo tratando de definirse y pasar de ser la ciudad de la convivencia y el diálogo a ser la ciudad de la cultura marketiniana y de ahí a la capital de los bares y lo veladores.
No lo digo yo, lo dice cualquier experto en identidad corporativa -si uno necesita argumentos económicos-  y los intelectuales de medio mundo empeñados en seguir identificando a Córdoba con lo que fue: una ciudad de encuentro - si es que se necesitan argumentos algo más profundos que los primeros-.

La Córdoba de hoy, sin embargo, se encuentra en plena esquizofrenia. Tan pronto se levanta una mañana como la capital más beata y cofrade dejando a Sevilla en pañales, que se acuesta como la ciudad donde se venera la espiritualidad japonesa, dejando la tarde para la afición taurina, eso sí.

Y con ese desnortamiento hemos vuelto a llegar al verano y los informativos e interminables programas metereológicos empiezan a  colocar a la ciudad en el top ten de la tostanera. Ayer mismo le colocaron el único título que parece perdurar en el tiempo: Córdoba, capital europea del calor.

Algo es algo.

Una lección de periodismo

Alberto Almansa, el periodista del compromiso. Alberto Almansa, el comunicador. Alberto Almansa, el activista. Son tantos los calificativos que he leído en las últimas 24 horas que casi me avergonzaba escribir una sola línea sobre el compañero que ayer falleció en Córdoba. 
No creo poder aportar mucho más a las impecables crónicas de los medios cordobeses y, por supuesto, no me atrevería a hablar de él desde lo personal. Me sentiría una intrusa. 
Lo conocí en lo profesional y, cómo no, en su faceta de activista. Y hoy, en el acto que ha precedido a su entierro, lo he descubierto como maestro.

He acudido a acompañar a su familia, a sus amigos y a sus compañeros en un momento difícil. Creí estar asistiendo a un funeral y he asistido a una clase magistral de periodismo. Entre todos los presentes, varios amigos y compañeros de Alberto han ido subiendo para dirigirle unas palabras de despedida. Han logrado emocionarnos, pero entre todos ellos, ha sido Pedro Vera, una de las víctimas de las preferentes, quien me ha devuelto a los tiempos de la Facultad de Comunicación y me ha recordado qué es el periodismo.
Él fue uno de los protagonistas de las cientos de historias que Alberto Almansa nos contó desde su blog. Sus padres habían sido engañados por La Caixa y fue su lucha la que logró devolverles el dinero y la dignidad no sólo a la familia Vera, sino a buena parte del pueblo de Villanueva. Hoy, Pedro ha recordado cómo mientras políticos y periodistas callaban, Alberto Almansa, desde su blog y las redes sociales logró dar visibilidad su causa. Las palabras de Pedro han sido breves, pero deberían haber sido anotadas por todos los periodistas presentes. Y no éramos pocos.
Alberto, que tenía la vida resuelta como redactor de la Radio Televisión Andaluza, podría haber sido un periodista más, que acepta los límites que la publicidad y el poder imponen a los medios. Como tantos profesionales de los medios, podría haberse excusado en las directrices de la dirección de su empresa para hacer lo indispensable por contribuir al derecho a la información que tenemos todos los ciudadanos. Podría, pero no lo hizo.
Antes de que las redes sociales ocuparan todo nuestro tiempo, Alberto ya contaba sus historias en internet. Dedicaba su tiempo, su saber hacer y su dinero - desplazarse en busca de esas noticias invisibles no es siempre barato- a poner el foco sobre los temas que a menudo se rechazan en las mesas de redacción, sencillamente porque no están en la agenda oficial. Buscó la noticia sin esperar las convocatorias oficiales y contó historias que no vienen redactadas en notas de prensa institucionales. Ejerció el periodismo libre e independiente; el único periodismo, aquel del que nos hablaban en la Facultad y que tanto cuesta encontrar.
Alguien debería convertir http://www.albertoalmansa.es en asignatura obligatoria de esta profesión moribunda.

Cien años sin mí



He llorado por su muerte, pero sobre todo, por la mía. La desaparición de Gabriel García Márquez me ha devuelto mi imagen de hace algo más de 20 años cuando de la librería de mi padre saqué un viejo ejemplar de Cien años de Soledad. Me dijo que era una lectura difícil. Él había abandonado sin llegar a la mitad de aquella edición de bolsillo de tapas vencidas por el peso de los Buendía. Tenía 16 años, fui una adolescente imposible que por llevar la contraria a su padre era capaz de todo, incluso de leer Cien años de Soledad.
A mi rebeldía adolescente le  agradeceré eternamente haberme puesto delante de García Márquez. Él, el periodismo, América Latina y Cuba se convirtieron casi en una obsesión para mí. Imaginé que llegaría a conocerle, a aprender en uno de sus talleres para jóvenes periodistas y mientras llegaba ese día devoré muchas de sus historias. Acabé Noticia de un secuestro en el autobús, me recuerdo llorando y tratando de explicarme para qué tanta violencia.
Nada más terminar la carrera renuncié al tradicional viaje de estudios. Cambié Praga por La Habana y a mis compañeros de promoción por una ONG empeñada en echar una mano a los cubanos para salir del periodo especial. En un mercadillo de la Habana Vieja encontré un ensayo de Gabo sobre La Soledad de América Latina. Pero volví de aquel viaje y sin saber cómo los sueños se fueron esfumando. Empecé a comprar ediciones de tapas duras, elegantes y serenas como Vivir para contarla. Y me olvidé de García Márquez y de mí.
Hoy he buscado en mi librería y he vuelto a llorar al comprobar que la vieja edición de Cien años de Soledad de mi padre no está. Ni yo tampoco.