Cien años sin mí



He llorado por su muerte, pero sobre todo, por la mía. La desaparición de Gabriel García Márquez me ha devuelto mi imagen de hace algo más de 20 años cuando de la librería de mi padre saqué un viejo ejemplar de Cien años de Soledad. Me dijo que era una lectura difícil. Él había abandonado sin llegar a la mitad de aquella edición de bolsillo de tapas vencidas por el peso de los Buendía. Tenía 16 años, fui una adolescente imposible que por llevar la contraria a su padre era capaz de todo, incluso de leer Cien años de Soledad.
A mi rebeldía adolescente le  agradeceré eternamente haberme puesto delante de García Márquez. Él, el periodismo, América Latina y Cuba se convirtieron casi en una obsesión para mí. Imaginé que llegaría a conocerle, a aprender en uno de sus talleres para jóvenes periodistas y mientras llegaba ese día devoré muchas de sus historias. Acabé Noticia de un secuestro en el autobús, me recuerdo llorando y tratando de explicarme para qué tanta violencia.
Nada más terminar la carrera renuncié al tradicional viaje de estudios. Cambié Praga por La Habana y a mis compañeros de promoción por una ONG empeñada en echar una mano a los cubanos para salir del periodo especial. En un mercadillo de la Habana Vieja encontré un ensayo de Gabo sobre La Soledad de América Latina. Pero volví de aquel viaje y sin saber cómo los sueños se fueron esfumando. Empecé a comprar ediciones de tapas duras, elegantes y serenas como Vivir para contarla. Y me olvidé de García Márquez y de mí.
Hoy he buscado en mi librería y he vuelto a llorar al comprobar que la vieja edición de Cien años de Soledad de mi padre no está. Ni yo tampoco.