Dos
décadas después de que Fukuyama formulase su polémica y denostada teoría sobre
el Fin de la Historia y de que Samuel Huntington hablase por primera vez del
“Choque de civilizaciones”, Amin Maalouf formuló una tesis en la que acaba con
ambas de un plumazo usando las armas de la Ilustración. Sin complejos y con una argumentación
impecable y radicalmente nueva, en su obra ‘El
desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan’, Maalouf recurre a las ideas de los pioneros
del pensamiento occidental para rebatir ambas formulaciones de las que acepta,
no obstante, algunos de sus planteamientos.
Coincide
el autor libanés con Fukuyama en admitir el indiscutible triunfo del
capitalismo occidental como ideología sobre el comunismo soviético y reconoce a
Estados Unidos como el absoluto vencedor de una Guerra Fría. Es la única
concesión a aquella denostada formulación del ‘Fin de la Historia’. A partir de
ahí, el pensador libanés presenta todo un alegato en el que cuestiona la
validez de ese triunfo y el supuesto fin de las ideologías.
Frente
al hipotético devenir pacífico de la democracia liberal y el capitalismo
universal sobre el que teorizaban Fukuyama y sus seguidores, Maalouf presenta a
un vencedor agotado y cuestionado incapaz de gestionar ese fin de las
ideologías trasmutado en un peligroso e inquietante resurgir de las
identidades. Para el libanés, “la Historia no es la virgen dócil y paciente con
la que sueñan los ideólogos”; es más bien una rebelde empeñada en sorprenderlos
con giros impredecibles como el que ha llevado al mundo al abismo en el que se
encuentra.
Lejos
de la imagen de un Occidente vencedor y a una Norteamérica triunfante
administradora de la paz universal, Maalouf sostiene la existencia de una
civilización agotada por su propio éxito liderada por un país incapaz de asumir
esa responsabilidad. Capitalismo y democracia, las dos patas que sostienen al
gigante vencedor, están, para el autor, lejos de ser los pilares robustos que
necesita el mundo para sostenerse. Así,
el triunfo del capitalismo y la copia del modelo económico más salvaje,
ya nunca más matizado por su opuesto, por parte de países como China, India o
Brasil están llevando al planeta a un peligroso abismo medioambiental en el que
el consumo desmedido amenaza con agotar el planeta. De la misma forma, la
teórica prevalencia de la democracia como sistema político universal parece estar
a años luz de alcanzar a la mayoría, amenazada por los fundamentalismos y la
peligrosa extensión de los populismos, la tiranía y, sobre todo, del fanatismo
en Oriente Medio.
Es
precisamente en este punto en el que Maalouf parece hacer la única concesión a
los defensores del ‘Choque de Civilizaciones’. Admite la existencia de éstas,
pero niega la mayor cuando se trata de aceptar el conflicto como la única forma
de relacionarse entre ambas y mucho más cuando se trata de aceptar una teórica
determinación religiosa de la Humanidad. Para Maaoluf, la debilidad de esa
teoría es fácilmente detectable cuando se intenta utilizar ese marco teórico
para analizar el pasado. ¿Cómo podrían explicarse las dos Guerras Mundiales o
la Guerra Fría otorgando a la religión el papel determinante que le dan los
teóricos del choque?
Argumentos ilustrados
Como
señalábamos al inicio, para explicar el agotamiento civilizatorio y construir
una propuesta que procure una salida digna a la Humanidad, Maalouf tira del
ideario ilustrado y liberal sin ningún tipo de cortapisas. Lo hace
reivindicando los valores occidentales como valores supremos, abogando por las
élites como motores del cambio y apelando a la legitimidad como condición sine
qua non para liderar el giro político que necesita el mundo. El autor, libanés
residente en París desde hace 40 años, se declara “adepto a la Ilustración” y
reconoce sin complejos su incondicional entrega a los valores de libertad,
democracia y progreso y su confianza, en definitiva, en los valores que
representa Occidente. Esa entrega no supone en ningún caso un reconocimiento
acrítico o una fe ciega en quienes se erigen políticamente como defensores de
esos valores. Al contrario. Maalouf cuestiona, como veremos, la legitimidad de
los Estados occidentales para dirigir el proceso que procure la
universalización de la democracia.
El
regreso al ideario ilustrado tampoco supone un planteamiento teórico nostálgico
o una argumentación trasnochada. Las explicaciones del pensador libanés son,
por contra, innovadoras y creativas. Así, cuando reivindica el papel de las
élites en la construcción de la democracia no lo hace, evidentemente, en favor
de los capitalistas o propietarios de los que hablaba Locke, ni se acerca, por
supuesto, a los elitistas clásicos como Pareto o Mosca. Maalouf convierte en
élite a los emigrantes, a los que otorga la responsabilidad de servir de enlace
entre civilizaciones. Una idea que no extraña si se atiende a la propia
experiencia personal del autor.
Gestionando la
diversidad
El
protagonismo democratizador que Maalouf otorga a los emigrantes lleva implícita
otra de las ideas fundamentales de su teoría: la gestión de la diversidad. Una
propuesta que desarrolla en diferentes momentos del texto y que tiene que ver
tanto con la gestión de los flujos migratorios y la inmigración como con las
relaciones internacionales. En ambos casos Maalouf advierte contra el peligro
del comunitarismo al que Occidente se ha entregado tanto en la gestión de la
inmigración, organizando auténticos guetos físicos y culturales dentro de sus
fronteras, como en sus intervenciones en
Oriente Medio, donde ha primado la pertenencia a una u otra religión para
buscar soluciones políticas. El comunitarismo, favorecido por el desprestigio
de las ideologías y el auge de as identidades, liquida, según el autor, uno de
los conceptos básicos sin el cual no es posible la democracia: la ciudadanía,
que sustituye al individuo por el creyente. La tolerancia religiosa no puede
ser excusa para primar la fe sobre la razón. Viniendo de un “adepto a la
Ilustración” no extraña tal afirmación como tampoco el argumento contra el
laicismo, que, a su juicio, ha demostrado ser un mal antídoto contra el
fanatismo.
Las
advertencias del autor libanés, hechas en 2009, se antojan casi proféticas
leídas siete años después. Veamos cómo argumenta su apología contra la
mundialización del comunitarismo.
…
Pues una de las consecuencias más nefastas de la mundialización es que se ha
mundializado el comunitarismo. (…) Sobre todo en el mundo musulmán, en donde
observamos una explosión sin precedentes de los particularismo comunitaristas
cuya manifestación más cruenta es el conflicto entre suníes y chiíes, pero en
el que también aparece una forma de internacionalismo cuya consecuencia es que
un argelino irá de buen grado a luchar y morir en Afganistán; un tunecino, en
Bosnia; un egipcio en Pakistán; un jordano, en Chechenia, o un indonesio, en
Somalia.
O
un europeo árabe a Siria, parecía faltarle.
La
apuesta por la diversidad que realiza Maalouf no tiene que ver con la
tolerancia religiosa, que acepta pero sobre la que advierte si se convierte en
comunitarismo. Para el autor libanés, la gestión de la diversidad tiene que ver
con la aceptación del pluralismo en el que las diferentes culturas, no religiones,
deben aprender a entenderse y a enriquecerse mutuamente. El este sentido,
Maaoluf aboga por la primacía de la lengua sobre la religión.
Lo
que necesita un inmigrante ante todo es dignidad, Y, más concretamente,
dignidad cultural, uno de cuyos elementos es la religión; y es legítimo que los
creyentes quieran practicar sus cultos en paz. Pero el componente insustituible
es la lengua. Con gran frecuencia, un inmigrante siente la necesidad de exhibir
los atributos de su creencia porque todo el mundo, incluido el mismo, da de
lado su lengua, porque nadie, incluido él mismo, valora su cultura. Todo lo
mueve a hacerlo, el ambiente en general, las acciones de los militantes
radicales y también el comportamiento de los países de acogida, cuyas
autoridades se obnubilan con las confesiones religiosas de los inmigrantes y
descuidan su afán de reconocimiento cultural.
Esa
ceguera de Occidente con respecto al resto de civilizaciones –Maalouf se
detiene con profusión en la árabe, pero habla a menudo de la civilización
levantina, según aparece en la traducción de su obra, entendida como todo lo
que viene de Oriente, incluidas China, India o Japón- es la que ha presidido
sus intervenciones internacionales, desde los años del colonialismo hasta los
últimos conflictos en Oriente Medio. Según el autor, Occidente se dejó sus
valores ilustrados y liberales cuando se fue a predicar la democracia por el
mundo. Lo hizo cuando se negó a otorgar los mismos derechos a los ciudadanos de
sus colonias que a los de la metrópoli; cuando luchó contras las élites locales
que pretendían el nacimiento de los nuevos Estados nación; cuando apoyó a
tiranos para impedir la evolución hacia la democracia, aunque lo hiciera
enarbolando la bandera antisoviética y en defensa del capitalismo o el Estado
de bienestar; y cuando atendió a las diferencias religiosas antes que a las
capacidades para diseñar gobiernos en Irak.
Esa
ceguera occidental, sea interesada o no, es la que ha acabado con la
legitimidad de Occidente en general y de Estados Unidos, en particular.
Las legitimidades
El
concepto de legitimidad ocupa a Maalouf a lo largo de un buen número de
páginas. Su definición y, sobre todo, su constatación a través de ejemplos
políticos concretos ofrecen el fundamento teórico más que adecuado para alcanzar
las conclusiones que expone en su teoría. Conviene aclarar que el autor no se
detiene en la idea de legitimidad democrática. En su declaración de principios,
da a entender que la legitimidad democrática, la que otorgan las urnas, es
incuestionable. Lo que le preocupa son las legitimidades que quedan al margen
de la legalidad, las que ayudan a construir, a su entender, identidades, las
que explican comportamientos, incluso los más radicales e inhumanos.
Para
explicar su concepto de legitimidad, Maalouf acude a la legitimidad de los
vencedores de la Guerra Fría y contrapone lo que debía ser una legitimidad del
éxito ideológico de la democracia y el capitalismo a la legitimidad perdida por
una práctica política alejada de esos mismos valores. Como ejemplo, Maalouf
utiliza a Estados Unidos, llamado a ostentar el liderazgo mundial, pero
deslegitimado por sus abusos de poder y errores ya comentados. Concretamente,
Maalouf habla de la legitimidad perdida, aunque, como optimista esperanzado que
se declara, cree posible recuperar si se actúa pronto y en el camino de la
reinvención de valores universales que apuesten por la diversidad, pero que
busquen una meta común: la supervivencia de la especie y del planeta. Para el
libanés, la elección de Barak Obama abría en 2009 una posibilidad a esa
esperanza. Siete años después y a pocos meses de unas nuevas elecciones en
Estados Unidos, cabría preguntarle si aún ve motivos para ello.
Además
de la legitimidad del éxito ideológico, Maalouf distingue entre las legitimidades
dinásticas y la legitimidad patriótica. Para explicar ambos conceptos, el
libanés pone el foco sobre el mundo árabe. La primera seria la que ha llevado a
suníes y a chiíes a enfrentarse durante siglos en diferentes escenarios. Aunque
no sea un ejemplo utilizado por el autor, podríamos decir que ese tipo de
legitimidad podría ser de alguna forma la que reconocían los partidarios de
unos u otros reyes en el Antiguo Régimen en Europa. No obstante es en el
segundo tipo en el que Maalouf se detiene especialmente y al que reconoce un
valor fundamental para explicar el desajuste del mundo que intenta analizar.
La
legitimidad patriótica es la legitimidad del líder, del que dirige la lucha
contra el enemigo común, pero, sobre todo, es la legitimidad de quien devuelve
la dignidad a los pueblos. El ejemplo más reconocido, ampliamente explicado por
Maalouf en su libro a través de un repaso cronológico y detallado, es el del
nasserismo. Sin embargo, existe otro caso aún más revelados, en opinión del
libanés, y quizás no tan reconocido. Es el caso de Mustafa Kemal Atatürk, el
militar otomano que se atrevió a plantar cara a los vencedores de la I Guerra
Mundial impidiendo que se repartieran el territorio de la actual Turquía y
fundado la República turca. De él y de la adhesión de tantos a su causa, dice
Maalouf:
Este
comportamiento infrecuente- quiero decir la conjunción de la audacia para
resistir a unos adversarios con fama de invencibles y de la capacidad para
ganar ese pulso- le dio legitimidad (…) Acabó con la dinastía otomana, abolió
el califato, declaró la separación de la religión y del Estado, instauró un
laicismo riguroso, exigió a su pueblo que se europeizara, trocó el alfabeto
árabe por el alfabeto latino, obligó a los hombres a afeitarse y a las mujeres a
quitarse el velo (…) Y su pueblo lo siguió (…) porque les había devuelto el
orgullo. Quien devuelve al pueblo la dignidad puede conseguir que el pueblo
acepte muchas cosas…
…
incluso la tiranía y los crímenes contra la Humanidad. No lo dice Maalouf, pero
es esa legitimidad patriótica la misma que presidió el nacimiento de los
fascismos.
Volviendo
al caso árabe y tras repasar el éxito y caída del nasserismo, el autor considera
que es precisamente la pérdida de esa legitimidad basada en el orgullo la que
favoreció la extensión del comunitarismo identitario, primero, y el fanatismo,
después. Un pueblo que pierde el orgullo, pierde la dignidad y tenderá al
suicidio. Maalouf usa la inmolación de los árabes como metáfora, pero también
de forma literal.
La
recuperación de la legitimidad aparece en la teoría de Maalouf como uno de los
grandes retos del mundo. El libanés se cuida mucho de no abogar por el
renacimiento de las legitimidades patrióticas árabes que podrían confundirse
con las del islamismo más radical empeñado en buscar en el pasado y en los
mitos los motivos para defender una pretendida superioridad civilizatoria.
¿Acaso no es eso lo que defiende el Estado Islámico? La legitimidad que Maalouf
urge a encontrar es la del líder que dirige al pueblo por los valores de la
democracia, la igualdad y la libertad. Por eso, advierte contra la tentación de
Occidente de liderar el mundo desde la arrogancia y la de Oriente de entregarse
al fanatismo. Son “las dos mandíbulas de la barbarie” contra las que predica
Maalouf.
Abandonando la caverna
Para
zafarse de morir devorado por una y otra, la Humanidad tiene que reinventarse.
Sólo así logrará afrontar convenientemente el gran reto al que se enfrenta: el
agotamiento de los recursos naturales y la destrucción del planeta, “la nave
común”, en palabras de Maalouf.
Esa
reinvención, que procuraría lo que para el autor libanés es el inicio de la
Historia, no su final como pretendía Fukuyama, exige encontrar nuevos valores
que, basados en los principios que originaron el nacimiento del pensamiento
liberal en Occidente y no en los que resultaron de su puesta en práctica más perversa,
sean permeables a las diferentes culturas y garanticen una mundialización que
asegure el pluralismo.
Para
Maalouf es urgente que la evolución moral alcance la misma velocidad conseguida
por la evolución material y tecnológica, y si los viejos valores no sirven
habrá que inventar otros.
Me
apresuro a especificar (…) que si bien (…) la solución no está en un “regreso”
que rinda culto al pasado, ni a las éticas tradicionales ni a las legitimidades
antiguas, tampoco se halla en un relativismo moral…
Esa
nueva escala de valores debe estar presidida, según Maalouf, por la cultura y
no por la religión, a la que a pesar de todo otorga un limitado papel y no
llega a rechazar. Y ello por tres razones. La primera porque la religión mal
entendida amenaza con perder a la Humanidad en la oscuridad del fanatismo; la
segunda porque la cultura es la herramienta intelectual y moral que permite al
ser humano prescindir de la voracidad del consumismo material a favor del
alimento intelectual a lo largo de toda la vida (es la forma de llenar todos
los años de más que el bienestar y la ciencia regalan al ser humano) y la tercera
porque la cultura es la mejor garantía para garantizar la diversidad y el
pluralismo mencionado. Conocer y entender la cultura del otro como forma de
alcanzar la paz.
Ésa
es la fórmula de Maalouf para salir de lo que considera la Prehistoria de la
Humanidad y encaminar el inicio de una Historia en común que supere los
conflictos y el pretendido “Choque de Civilizaciones”. Una fórmula imposible de
entender como ingenua o utópica, según el autor, por tratarse de la única capaz
de asegurar una posibilidad de supervivencia. De hecho, en su argumentación
Maalouf recurre a la ciencia para presentar su propuesta moral como la única
posible. Ante las pruebas que hablan de la debacle medioambiental ¿qué otra
solución cabe que la de la lucha común contra el agotamiento del planeta?
En
una formulación que algunos podrían calificar de positivista, el libanés expone
sus argumentos como pruebas científicas. Lo que no significa que se vaya a
conseguir llevar a la práctica. El propio Maalouf se muestra a ratos
esperanzado a ratos pesimista, aunque siempre tajante: estamos en una situación
de emergencia. Salir de ella es tarea de todos.